El ilustre piano de los De Garay
El ilustre piano de los De Garay
Los de Garay, familia rancia y tradicional tenían, a fines del siglo XIX, un hermoso piano de cola… ¡alemán!, por supuesto. Perteneció a la abuela Josefita, gran pianista egresada del conservatorio. Ella y sus dos hermanas, Pilar y Raquelito, solían tocar a seis manos. Era conmovedor - ya en el siglo XX - escuchar a las tres hermanas viejecitas ejecutar las oberturas de Rossini, con todo el brío de sus 70 y 80 años.
Puede decirse que los hijos crecieron arrullados por la música clásica.
Los nietos se acercaban al imponente instrumento, y antes de poder colocar sus deditos mugrosos o enmielados, eran detenidos bajo terribles amenazas.
El tiempo pasó. Las costumbres se volvieron ligeras. El piano fue olvidado. Nadie, de las nuevas generaciones, aprendió a tocarlo. En la casa solariega solo resonaban ruidos discordantes, con volumen infernal.
El piano se convirtió en bar, pues durante las fiestas y reuniones se le usaba para colocar ceniceros, vasos, copas y botanas mantecosas.
Cuando una de las nietas mayores regresó de España, al ver el piano exclamó: “¡Pero caramba, si es el piano de la abuela! Lo quiero para mi casa de Cuernavaca”. Inmediatamente, se inició una fenomenal polémica familiar. Toda una genealogía se interesó en el piano-bar de cola. Cada uno alegaba ser el heredero; tíos, hijos, primos, nietos y hasta una vieja sirvienta que vivía olvidada en unas habitaciones del fondo de la casa.
- Tengo más derecho que ustedes - dijo - pues nadie sabe tocarlo. Y yo toco el vals triste que me enseñó la tía Raquelito.
Tuvieron que acudir con un leguleyo y éste sentenció:
- El piano es tan pesado y voluminoso, que le corresponde a quien pueda pagar la mudanza.
Por supuesto que le tocó a la nieta de Cuernavaca, pero fueron tantos los pleitos, amarguras y bilis juntos que en la “Pera” al camión se le chorrearon los frenos y el piano tan hermoso y tan añejo, fue a dar con sus bemoles y sostenidos a la barranca. Solo se recuperó la plaquita que daba fe de su marca alemana y que hoy ocupa, entre dos cristales, un pequeño espacio en la mesa de la sala en la casa de Cuernavaca. Con ella juegan los niños y la convierten en camioncito superhéroe o simplemente resbaladilla donde se deslizan carritos de metal hechos a escala.
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