El paraguas maligno
El paraguas maligno
Soy de ascendencia inglesa por lo que siempre llevo mi paraguas, haga frío, llueva o no. Un artefacto de estos es parte del cuerpo de cada súbdito de la Corona británica. Los he tenido de todos los tipos, tamaños y nacionalidades. El último me lo obsequió mi amigo Ernesto.
De él quiero hablarles (del paraguas). Sospecho que posee una inteligencia maligna, pues se recrea haciéndome maldades...
Sé que ustedes pensarán: “Este hombre está loco”... Pero no; ya son demasiados los accidentes que por culpa de este tapalluvias he padecido. Se trata de un ejemplar naturalmente inglés con alma de acero. Es de seda negra como sus acciones y convertible. Se hace grande como un paracaídas o diminuto cuando está de buen talante. Yo soy muy terco y, a pesar de su maldad, sigo llevándolo conmigo. Son muchas las situaciones cómicas (para los mirones) y desagradables (para mí) que me ha hecho pasar.
Cierta noche, cuando paseaba por una avenida, sin previo aviso se soltó un aguacero. Abrí el paraguas y éste optó por convertirse en pinzas, cerrándose por encima de mi cabeza e impidiendo toda visión. Eso me hizo caer en un charco... que resultó un hoyo. Enlodado hasta las pestañas y con el paraguas prensándome, pedí auxilio. Un transeúnte caritativo me sacó del agujero y fue pinchado por la punta asesina del innombrable artefacto.
A duras penas, llegué a casa y, en el momento de abrir la puerta, el paraguas me soltó y, riendo irónicamente se sentó en el suelo. Esa noche, sudando y sin conciliar el sueño, urdí ponerme unos guantes de acero con el fin de doblegar a mi enemigo. Al día siguiente, deseé enfermizamente que lloviera para usar los guantes. Tomé una avenida bastante concurrida y, de milagro, se soltó una intensa lluvia. Esgrimí el arma, es decir, el... bueno, ya saben; traté de abrirlo y, con la velocidad del relámpago, se dividió en dos, lanzándose como un proyectil sobre el estómago de una pobre señora. Esta, sintiéndose agredida, me golpeó con su inocentona sombrillita violeta.
Busqué la parte inferior de mi enemigo (el paraguas, claro) y volví a unirlo; todo esto bajo los golpes de la señora y la lluvia que, para entonces, ya era torrencial.
El lance terminó en un café. Huí de mi agresora y mientras saboreaba un capuchino, elaboré un plan para deshacerme del... pa...
Debía ser cauteloso y astuto, pues mi enemigo nunca permitía ser olvidado en ningún lugar público ni privado. Siempre que me levantaba, se las ingeniaba para meterse entre mis piernas y tirarme al suelo. ¡Descubrí la solución! En la mesa de al lado, una dama puso su sombrilla color cielo de cara a nosotros (mi enemigo y yo). Vi con alegría que se había iniciado un flirt paragüesco. ¡Toma! ¡Mi británico, flemático y misántropo cubre-aguas había caído en la vieja trampa del amor! Mis sinsabores terminaron ¡No más paraguas! ¡A mojarse, se ha dicho!
Salí precipitadamente, aprovechando el descuido del maligno.
Canté y bailé bajo la lluvia y, una hora después, calado hasta el cráneo, llegué a casa. Con horror me topé con el paraguas departiendo alegremente en mi sala con la sombrillita azul.
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